Hace unos
añitos cuando aún cursaba 4to de bachillerato, la psicóloga nos dio a leer un
artículo autobiográfico en el que la autora contaba las pericias que había
atravesado para superarse y convertirse en una destacada profesional. Estábamos
a pocas semanas de graduarnos, por lo que presumo que intentaba dejarnos una
valiosa lección sobre perseverancia y trabajo duro. Aunque quisiera recrear
para ustedes el contenido exacto del texto, no podría, con el pasar de los años
lo he olvidado. Sin embargo, en lo que podría ser un acertadísimo resumen puedo
decirles que el infierno y el purgatorio de Dante parecían un pasadía bailable
en Coney Island frente a lo que esta mujer tuvo que vivir para poder realizarse
como profesional.
Pero no fue
su optimismo, ni su deseo de superación, ni tan siquiera su constancia lo que
llamó mi atención. Lo que me resultó más fascinante fue que después de haber
narrado todo lo que hizo para subir el empinado y rocoso camino hacia sus
sueños, la autora dijera que “todo se lo debe a Dios.” Me hubiese encantado
preguntarle si por “todo” se refiere a haber tenido que pasar más lucha que un
catre viejo para alcanzar sueños ambiciosos, considerando sus orígenes, pero
modestos si los vemos de forma objetiva.
En ese
momento empecé a plantearme inquietudes que todavía me acompañan, pues años han
pasado y yo aún no logro entender este delirio colectivo en el que los
creyentes son, muy a pesar de lo atropellada que sea su vida, los “hijos
favoritos de Dios”, sin saber quizás que su Dios realmente tiene hijos
favoritos. La negligencia divina traducida en el claro favoritismo en la
asignación de bendiciones terrenales, justificada con la promesa de un más allá
incierto pero indemnizador, es la paja mental más absurda que haya tenido que
escuchar. Pero que además, nuestros fracasos sean responsabilidad nuestra y del
destino, mientras nuestros éxitos sean responsabilidad suya ya es la gota que
rebozó el vaso.
Cuando un
paciente de cáncer recupera su salud tras largos tratamientos y agradece a Dios
por estar vivo ¿realmente le agradece al personal médico que lo atendió o la
forma en que financió su tratamiento? Después de todo, la evidencia indica que
Dios suele ser más misericordioso con aquellos que pueden comprar su piedad en
la farmacia.
Basta una
conversación de unos minutos para escuchar a cualquier persona agradecerle a
Dios por las cosas que su propio esfuerzo le ha ganado. Cuando tuve que
escuchar el discurso de graduación durante mi investidura (que por cierto, fue
tan terrible que casi me puso a llorar de vergüenza ajena) esperaba que la
joven iniciara con el típico “le agradezco a Dios por permitirme…” y así lo
hizo. Mientras continuó con su discurso mi mente divagaba, pensando en esos
jóvenes a los que Dios no les dio el mismo permiso y no pudieron graduarse.
Sucede que el parámetro por excelencia para reconocer nuestras fortunas, es las
desdichas de otros. En el fondo, las personas agradecen a Dios por no haberles
hecho correr con las mismas desventuras con las que castigó a otros, que por
supuesto, esas desventuras son solo penitencias que purgan el alma o son parte
de un plan providencial o una prueba divina.
Pero los
hijos marginados de Dios ¿qué tienen para agradecerle? ¿la indigencia? ¿la
pobreza? ¿la injusticia? ¿la miseria? ¿la violencia? ¿la exclusión? ¿el hambre?
Parece que la mano invisible de Dios funciona igual que la mano invisible del
mercado y también derrama su gracia sobre las mismas personas. Solía
preguntarme una y otra vez dónde está Dios cuando los inocentes lloran, hasta que por fin descubrí que no está en el corazón sino en la imaginación del creyente... del creyente que nada cuestiona, que todo lo cree.
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¡Muy de acuerdo!
ResponderEliminarAlguna vez alguien me dijo; no es la acción que ejecutes sino la Fe con la que lo hagas. Y el de aquella persona fue creer en Dios si motor, aceptar lo malo por malo que sea u recibir lo bueno con buena cara, pudo haber tenido cualquier otra doctriná con diferente nombre!
ResponderEliminarzzzzz
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