El debate
es, sin lugar a dudas, un ejercicio democrático. Solo dentro de un sistema que
permita la pluralidad puede tener cabida el intercambio y el enfrentamiento de
ideas. La ausencia de debate solo puede tener como consecuencia el secuestro de
la opinión pública y la imposición de visiones por parte de grupos de poder.
Recientemente,
el reclamo por la instauración de debates presidenciales ha tomado un lugar
importante en la agenda mediática, gracias al proyecto de ley propuesto por la
Junta Central Electoral (JCE) y respaldado por la Asociación Nacional de Jóvenes
Empresarios (ANJE), que define los debates como un requisito para la
postulación a la presidencia.
República
Dominicana no ha visto nunca un debate entre sus candidatos a la presidencia y
bien pudiera establecerse un debate sobre el debate, sobre sus vicios y
bondades.
Los
opositores de la propuesta, a pesar de correr el riesgo de ser satanizados por
la prensa y la sociedad civil, tienen argumentos fuertes en contra de dichos
enfrentamientos. Las principales objeciones abordan la primacía de la forma por
encima del contenido. Es decir, la capacidad argumentativa y de oratoria como
factores determinantes, en lugar de la calidad de las propuestas. Ciertamente,
los debates presidenciales televisados tienen un componente farandulero
innegable. Los elementos no-verbales como el manejo de las cámaras, la
disposición de las luces y la imagen de los candidatos juegan un papel
importante. Un ejemplo histórico es el debate de Nixon contra Kennedy en 1960
en el que los espectadores televisivos dieron por ganador a Kennedy mientras
los oyentes radiales otorgaron la victoria a Nixon, evidenciando el poder de
los elementos visuales en la percepción del público.
Además, estudios
sugieren que no tienen gran incidencia en los resultados electorales. Como bien
cita el politólogo Mario Riorda en su artículo “Debatiendo sobre el debate”, el
caso de Kerry versus Bush, en el que Kerry ganó todos los debates pero perdió
las elecciones.
Ahora bien,
los beneficios que pudieran ofrecer los debates presidenciales son
incuestionables y, en mi opinión, en un ejercicio ponderativo, superan con
creces sus posibles vicios. Para empezar, obligan a los candidatos a exponer
sus propuestas de gobierno a las más férreas críticas y cuestionamientos de sus
opositores. La naturaleza del debate también los obliga a responder a cualquier
acusación, eliminando la posibilidad de distraer la atención pública hacia
otros asuntos, como normalmente ocurre en el escenario político actual. Aunque
no existe garantía de que las propuestas y promesas esbozadas en un debate se
concretizarán una vez el candidato obtenga la presidencia, sí le ofrecen a la
ciudadanía una base sólida sobre la cual sustentar reclamos y exigir a los
líderes asumir la responsabilidad ética y moral sobre los planteamientos que
hayan definido su campaña.
En ese
mismo sentido, los debates presidenciales contribuirían a enriquecer el
discurso político y a definir líneas más claras entre los candidatos y sus
posturas, invitando al electorado a votar por una agenda de gobierno y no solo
por la tradición que pueda arrastrar un partido o la simpatía que pueda generar
un aspirante. Es la construcción de un electorado informado que podrá ejercer
su voto con un juicio más claro sobre las prioridades de los candidatos y sus
hojas de ruta al momento de asumir el poder.
Por otra
parte, permiten a candidatos emergentes obtener mayor visibilidad frente a los
votantes, al ofrecerles un escenario desde el cual discutir sus visiones y
preocupaciones sin la necesidad de pagar costosos spots publicitarios. Todo
esto sin mencionar que establecer debates presidenciales sentaría las bases
necesarias para extrapolar esta práctica a otros ámbitos de la vida política.
Si bien es
cierto que los debates no resolverán todas las debilidades de nuestra
democracia, no es menos cierto que tienen la potencialidad de iniciar un cambio
en la cultura política dominicana. Es imperativo que se abandone la
politequería y las campañas populistas de discursos repetidos y vacíos y se
inicien discusiones que estén a la altura de una democracia bien consolidada
como la nuestra. Si se establecen las bases y las reglas para un debate
presidencial civilizado, en el que no haya espacio para las humillaciones y la
insensatez, podemos abrir la ventana hacia una nueva era política marcada por
el enfrentamiento de las ideas y no solamente de los presupuestos para campañas
electorales. Es la responsabilidad de todos nosotros continuar exigiendo la
celebración de estos encuentros hasta que las más altas instancias decidan
hacerlos realidad.
Pamela Martínez Achecar
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